Así de lapidaria fue la frase de Margarita Zavala para definir lo que ocurrió entre los panistas desde que Ricardo Anaya llegó a la presidencia del partido. A casi dos meses de la peor derrota electoral en la historia de Acción Nacional, algunos panistas apenas se están dando cuenta de lo que les pasó o apenas se atreven a decirlo públicamente.
No pocos escribimos o dijimos que Anaya llevaba al PAN irremediablemente al precipicio. Llegó a la presidencia nacional y acaparó todo. Colocó a los suyos en posiciones clave. Compró a los Consejeros Nacionales. Dio las presidencias estatales a sus incondicionales. Cambió los estatutos para auto proclamarse candidato presidencial -cosa inédita en el PAN-, pero nunca aceptó que la quería. Jugaba con la doble cachucha de ´presidente´ y ´aspirante´ a la candidatura. Operó para que el Consejo Nacional panista aceptara una alianza antinatural con su némesis ideológico, el PRD. Se deshizo de todo aquel que le estorbaba, sin importar capacidades, ni trayectorias. Pactó, transó y repartió candidaturas entre sus aliados de izquierda sin importar que hubiera panistas con mayores méritos. Incluso, tuvo la habilidad de sumar a su causa a quienes tímidamente intentaron competirle dentro del PAN.
Anaya hizo lo que quiso y nadie se lo impidió. En esta columna lo publiqué más de una vez. La respuesta siempre fue la descalificación sin sustento. Hoy, nadie puede decirse sorprendido. De nada sirven ya los arrepentimientos, ni decir “nos equivocamos”. La contagiosa arrogancia y soberbia de Ricardo Anaya los cegó.
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