
ANTILOGÍA
¿Por qué ya no hablamos por teléfono?
Hace unos días, revisando la agenda, encontré algo que me sorprendió: llevaba más de una semana sin hablar por teléfono con alguien fuera del trabajo. Correos, mensajes por WhatsApp, grupos de coordinación, notas de voz, notificaciones…, pero ninguna llamada real. Ninguna conversación en tiempo real que no fuera parte de una reunión o una obligación formal.
En ese momento recordé algo que parece de otra época: las llamadas largas con amigos de la universidad; los reportes a casa cuando estaba de gira en campaña; la emoción —y, a veces, la ansiedad— que provocaba escuchar el timbre de un teléfono fijo. Hoy, todo eso parece lejano. Seguimos en contacto, claro, pero ¿realmente conversamos? ¿Realmente nos estamos comunicando? ¿Realmente nos tomamos el tiempo de fraternizar mediante una llamada?
Como legislador, una parte esencial de mi labor es el diálogo, y sin embargo, incluso en la política —donde se supone que hablar es parte de nuestro oficio—, hemos ido cediendo terreno al mensaje corto, al emoji, al comunicado sin rostro. Nos escribimos más de lo que nos escuchamos. Y eso tiene consecuencias.
Vivimos en la era de la inmediatez. Todo debe ser rápido, conciso, funcional. Llamar por teléfono se ha vuelto casi una molestia. “¿Por qué no me escribes?”, pensamos cuando alguien nos llama, pero la pregunta más honesta debería ser: “¿por qué me incomoda tanto hablar?”, reflexión que recojo de una observación diaria y una sensación generalizada.
Lo que está en juego no es solo una costumbre generacional, es algo más profundo: el valor que le damos al tiempo del otro. Una llamada requiere presencia total, atención plena a la otra persona, porque de lo contrario se nota de inmediato. No se puede contestar mientras uno revisa correos, no se puede poner en pausa mientras se responde a tres grupos de trabajo. Hablar por teléfono exige atención, y la atención se ha vuelto un recurso escaso.
Hay también un factor emocional. En una llamada no hay filtros; no podemos editar lo que decimos ni borrar lo que sentimos. Nuestra voz nos delata; por eso evitamos ciertas conversaciones. El silencio en una llamada pesa más que cualquier punto suspensivo, y quizá, en una sociedad en la que todo se calcula, el riesgo de mostrarnos vulnerables nos resulta incómodo.
Esto tiene implicaciones serias en la forma como nos relacionamos, incluso en lo público. Los desacuerdos se convierten en cadenas de mensajes malinterpretados. Los matices se pierden. La empatía se diluye. Muchas veces, lo que podría resolverse en cinco minutos de diálogo honesto se convierte en días de malentendidos digitales.
Como representantes, tenemos la responsabilidad de fomentar la escucha activa. Y no hablo solamente de foros o encuestas, me refiero a tomarnos el tiempo de hablar —y escuchar— directamente a la gente. De volver al contacto humano, aunque sea a través de una simple llamada. Porque no hay democracia sin diálogo, y no hay diálogo sin disposición a oír la voz de la otra persona.
No propongo una cruzada nostálgica contra la tecnología. Los mensajes tienen su utilidad, y las redes han democratizado muchas formas de expresión. Pero sí planteo una pausa para pensar en cómo nos estamos comunicando y qué estamos perdiendo en el proceso.
Tal vez el reto no sea tecnológico, sino cultural. Recuperar el valor del tiempo compartido, aunque sea a través del auricular. Reaprender a decir “hola” sin motivo urgente. Volver a marcar un número no solo para resolver, sino para conectar.
Esa misma urgencia de únicamente tener que decir o escribir lo contundente o esencial nos hace perder esos detalles que nos hacen seres humanos más cálidos, más interrelacionados con los otros a través de lo improvisado, de lo natural. En este mundo cada vez más voraz, más cambiante, no dejemos de lado, bajo ningún motivo, nuestro lado humano y cálido.
ricardomonreala@yahoo.com.mx / X: @RicardoMonrealA