
Hola Paisano
Muro invisible, el costo humano de las políticas migratorias
Ciudad de México 13 Agosto 2025.- En el mapa político, la línea fronteriza entre Estados Unidos y México ha dejado de ser un límite geográfico para convertirse en un muro psicológico que atraviesa toda América.
No lo levantaron con ladrillos ni acero, sino decretos, discursos y tácticas de disuasión que han convertido a la migración en una travesía más peligrosa y desesperanzadora que nunca.
El más reciente informe de Médicos Sin Fronteras no sólo documenta cifras; revela la anatomía de una crisis humanitaria incubada por decisiones políticas que no entienden de fronteras morales.
La política migratoria impulsada por Donald Trump y replicada por gobiernos de la región ha reducido drásticamente el flujo de personas, pero a costa de encerrar a decenas de miles en un limbo sin destino: varados en ciudades y campamentos improvisados, atrapados entre la pobreza de la que huyeron y el rechazo de los países que les cierran las puertas.
Las escenas que describe el reporte —campamentos desmantelados por la fuerza, estaciones migratorias cerradas, redadas arbitrarias, patrullajes intimidantes— no son excepciones: se han vuelto parte del paisaje cotidiano en México y Centroamérica.
A esto se suma la clausura de las vías de asilo en Estados Unidos, un golpe que no sólo margina jurídicamente a quienes buscan protección, sino que erosiona su salud mental y su fe en cualquier noción de justicia internacional.
Los números son elocuentes: de más de 36 mil personas que cruzaron el Darién en marzo de 2024, el flujo cayó a menos de 200 en febrero de este año. Pero esa caída no es sinónimo de seguridad, sino de miedo y agotamiento.
La ruta sigue siendo un corredor de violencia: selva y grupos armados en Panamá, crimen organizado en México, pandillas en Centroamérica y corrupción policial a lo largo de todo el trayecto.
En este contexto, las heridas ya no son sólo físicas.
MSF ha tenido que multiplicar la atención psicológica en México, enfrentándose a cuadros severos de depresión, ansiedad y trauma.
Hay migrantes que han sobrevivido a tortura, secuestro, explotación sexual o trabajo forzoso, y que ahora viven ocultos, no para protegerse de la delincuencia, sino del estigma que los persigue incluso cuando piden ayuda.
La tragedia se agrava con la desfinanciación de la ayuda humanitaria: el cierre de programas de USAID y el recorte de fondos internacionales ha obligado a reducir servicios esenciales de salud, protección, alimentación y apoyo legal.
Es decir, en la hora más oscura de los migrantes, las lámparas que podrían guiarlos se están apagando.
Y mientras tanto, la comunidad mexicana en Estados Unidos —más de 38 millones de personas, de las cuales 6.6 millones viven en pobreza— observa cómo la política migratoria no sólo golpea a quienes buscan llegar, sino que alimenta la narrativa de criminalización que ya padecen desde hace décadas.
Estos connacionales, que aportan miles de millones de dólares en remesas y sostienen sectores completos de la economía estadounidense, viven bajo la sombra de redadas, perfiles raciales y políticas que restringen su acceso a la regularización o la reunificación familiar.
Frente a este panorama, la respuesta no puede seguir siendo militarizar la frontera ni criminalizar la necesidad de huir.
Las naciones de América tienen la obligación —jurídica y moral— de garantizar el derecho al asilo, el acceso a la salud y la protección contra toda forma de violencia. No se trata de caridad, sino de respeto a los tratados y principios que el propio sistema internacional reconoce.
Hoy, el muro más alto no está en la frontera de Tijuana o El Paso: está en las decisiones políticas que normalizan el abandono y convierten la esperanza en una sentencia de exilio perpetuo.
Y derribar ese muro invisible es el desafío ético más urgente de nuestro tiempo.
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