Duele ver un país en el que la violencia se ha normalizado, en el que el miedo se apodera de la sociedad, donde a los criminales se les ofrece abrazos y a quienes alzan la voz contra el gobierno y el narco les espera la muerte.
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, Michoacán, ha sacudido al país entero porque es el reflejo de un sistema podrido, infiltrado, donde la fuerza del estado no hace nada ante grupos criminales que a plena luz del día deciden sobre la vida y la paz de la sociedad.
Carlos era un hombre valiente, que decidió luchar con responsabilidad por devolverle la tranquilidad al municipio que gobernaba. Pidió ayuda al estado y a la federación pero lo dejaron solo. Su muerte no solo es culpa del crimen, sino de la indolencia de un gobierno que permitió que los criminales se impusieran frente a la justicia.
La muerte de un alcalde en ejercicio, como Carlos Manzo, demuestra que ni siquiera quienes ocupan cargos públicos están a salvo de las redes del crimen organizado. ¿Qué queda entonces para el ciudadano común? La inseguridad se ha convertido en el pan de cada día, y la estrategia oficial parece más enfocada en paliar síntomas que en atacar la raíz del problema.
El caso de Manzo no es el primero ni será el último si no se replantean las políticas de seguridad. La coordinación entre los distintos niveles de gobierno es deficiente, la prevención de la violencia y la delincuencia es escasa y la impunidad sigue siendo la regla.
El crimen avanza porque el Estado no responde con la contundencia, inteligencia y compromiso que la situación exige. En 2018 Morena decidió reducir o eliminar diversos fondos de seguridad que permitían a los alcaldes hacer frente al crimen. Las malas decisiones del gobierno federal están cobrando la vida de gente de bien. Tristemente nos aproximamos a toda prisa a un Estado fallido.
Las calles de Uruapan y de otras ciudades de Michoacán se han llenado de manifestantes que, con pancartas y consignas, exigen justicia y un alto a la violencia. Familias, jóvenes, comerciantes y activistas han salido a decir “¡Ya basta!” a un clima de miedo que parece no tener fin. Esas manifestaciones, lejos de ser solo una expresión de dolor, son un grito de hartazgo, una demanda legítima para que el Estado cumpla su función fundamental: proteger a sus ciudadanos.
Mientras las autoridades salen a reiterar su compromiso con la seguridad y a señalar que caerá todo el peso de la ley a los responsables, las redes sociales se inundan de imágenes dolorosas de jóvenes manifestantes sometidos, de niños enjugando sus ojos porque fueron víctimas del gas lacrimógeno de la policía, de ciudadanos que alzan la voz frente a un gobierno opresor.
Lamentablemente este asesinato no es un hecho aislado, todos los días mueren decenas de mexicanos de manera violenta, cada día aparecen fosas clandestinas, desaparecen jovenes que son reclutados por el crimen organizado y las madres buscadoras siguen esperando justicia y verdad.
Cada asesinato que queda impune es un mensaje peligroso: el de que la violencia puede más que la ley, el del crimen que puede más que el estado, el de la complicidad que puede mas que la justicia.

