Antilogía

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La memoria selectiva de un gigante

La historia compartida entre México y Estados Unidos no es solamente la de una frontera común, sino un entramado profundo de intereses económicos, sociales y humanos que ha definido el rumbo de ambos países.

Hoy, sin embargo, vemos cómo en el debate migratorio del país vecino predomina la desmemoria. Se criminaliza a quienes cruzan la frontera en busca de trabajo, mientras se ignora —con conveniente amnesia— que la mano de obra mexicana fue un pilar del crecimiento económico estadounidense durante más de un siglo.

Estados Unidos no solo toleró la migración mexicana; la ha buscado y necesitado en momentos críticos. Durante la Segunda Guerra Mundial, con miles de hombres enviados al frente, el Gobierno de la Unión Americana impulsó el programa Bracero, que entre 1942 y 1964 permitió la entrada de más de 4 millones de trabajadores mexicanos, para suplir la escasez de mano de obra en los campos y ferrocarriles. No fue un acto de generosidad; fue una necesidad estratégica. A México se le pidió ayuda, y nuestro país respondió.

Recuerdo la plática que sostuve con don Ventura, un amable anciano de un ranchito llamado La Colorada, en el estado de Guanajuato, quien recordaba que a su comunidad llegaban las invitaciones de nuestro Gobierno para ir contratados desde México a trabajar en Estados Unidos; que allá se les trataba bien y se les permitía elegir la actividad en la que querían apoyar a aquel país.

Así como este mexicano, fueron muchos los que apoyaron en esa ocasión, que no fue la única. Durante la guerra de Corea y posteriormente en Vietnam, el flujo de trabajadores mexicanos se mantuvo como un soporte del aparato productivo estadounidense. En los momentos en que la potencia del norte más lo necesitó, ahí estuvo México: no con tropas, sino con brazos, espaldas, esfuerzo. En silencio, millones de compatriotas han levantado cosechas, construido viviendas, cuidado niños y ancianos, cocinado alimentos y mantenido industrias funcionando. Son las y los trabajadores invisibles que han sostenido la economía más grande del mundo.

Y sin embargo, el trato que hoy reciben en Estados Unidos raya en lo inhumano. Las redadas migratorias, las jaulas para niños en centros de detención y los muros —físicos y legales— que se levantan para evitar su entrada o concretar su expulsión son actos de injusticia histórica. Porque no estamos hablando de criminales ni invasores, sino de trabajadores que ya demostraron con hechos su valor. Es irónico, y profundamente triste, que el país que más aprovechó su esfuerzo sea también el que más los persigue y degrada.

Vemos con preocupación y dolor cómo nuestras y nuestros compatriotas son víctimas de discursos xenófobos y políticas inhumanas. Pero también reconocemos que no podemos callar ante la hipocresía. Estados Unidos se construyó con inmigrantes, sí, pero su grandeza también se debe al trabajo duro y silencioso de millones de mexicanas y mexicanos que, aunque nunca fueron invitados con honores, se quedaron a construir un futuro.

Nos toca recordar, con firmeza y dignidad, que sin esa fuerza laboral migrante la Unión Americana no sería hoy la potencia que ostenta ser. Nos toca defender a quienes, desde las sombras de los campos agrícolas de California o las cocinas de Nueva York, siguen siendo esenciales para que la maquinaria estadounidense no se detenga. Y nos toca exigir respeto a los derechos e integridad de nuestras y nuestros compatriotas.

La historia está ahí. No la escribimos recién: la escribieron Estados Unidos, con su necesidad, y México, con su trabajo. Pero si hoy ese país olvida lo que le debe a las y los migrantes de nuestro país, entonces habrá que recordárselo. No con amenazas, sino con hechos, con datos, con historia. Y sobre todo, con orgullo. Porque cuando el norte necesitó ayuda, México estuvo ahí. Ya es momento de que también esté ahí el reconocimiento.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

X y Facebook: @RicardoMonrealA

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