
Antilogía
Los nuevos y viejos traidores a la patria
En la historia de México, pocas expresiones cargan tanto peso moral y político como la de “traidor a la patria”. No es una denominación ligera: es una condena que hiere la memoria colectiva, porque implica no solo la deslealtad a una persona o a un Gobierno, sino al pueblo entero, a la nación en su conjunto. Ser traidor a la patria significa renunciar al deber más alto de cualquier ciudadana o ciudadano, que es defender la soberanía nacional.
México ha padecido episodios de traición a lo largo de su historia, y cada uno de ellos dejó cicatrices profundas. El más recordado es, sin duda, el de Antonio López de Santa Anna, quien, tras perder la guerra con Estados Unidos en 1848, firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo. Con ese documento entregó la mitad de nuestro territorio. Pero no se trató solamente de incompetencia militar, fue la falta de visión, de dignidad y de amor por México lo que convirtió a aquel en uno de los mayores actos de traición de los que tengamos memoria.
También recordamos a Victoriano Huerta, que usurpó la Presidencia en 1913, tras asesinar a Francisco I. Madero, el presidente legítimo. El Chacal no solo traicionó a un hombre, traicionó la voluntad democrática del pueblo mexicano. Su alianza con la embajada de Estados Unidos para hacerse con el poder es un ejemplo doloroso de cómo los traidores buscan siempre a potencias extranjeras para imponerse contra la nación.
Hoy, lamentablemente, esas actitudes no han desaparecido. En pleno siglo XXI seguimos viendo a legisladores que, incapaces de convencer al pueblo con argumentos, optan por la vía más indigna: acudir a Washington a pedir presión contra México. Algunos se disfrazan de “defensores de la democracia”, pero lo que en realidad buscan es lo mismo que Huerta: valerse de intereses extranjeros para obtener lo que no les dio el voto de la ciudadanía.
Cuando un legislador mexicano viaja a Estados Unidos para solicitar sanciones, condicionamientos o injerencia en los asuntos internos de nuestra nación, se coloca en el mismo bando que aquellos que, en su momento, prefirieron servir a poderes foráneos antes que respetar la soberanía de México. La historia se repite, aunque con otros nombres y otros trajes.
El debate político de México debe darse en México. Los desacuerdos son legítimos y necesarios en democracia, pero jamás se justificará que un representante popular, electo por el pueblo mexicano, se arrodille frente a otro país para pedir su intervención. Eso no es oposición política, es traición a la patria.
Lo más grave es que esa conducta afecta tanto a un gobierno en turno como a la nación en su conjunto. Cada vez que un legislador pide sanciones económicas o presiones diplomáticas contra México, está golpeando la mesa a la cual se sientan millones de familias que dependen del comercio, de la inversión y de la estabilidad nacional. Esos llamados a la intervención extranjera se convierten en puñales contra nuestra gente.
En contraste, México ha tenido innumerables ejemplos de lealtad y dignidad ante los intentos de injerencia externa. Recordemos a Benito Juárez, que enfrentó con firmeza la invasión francesa y dejó claro que “entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Evoquemos también a Lázaro Cárdenas, quien, en 1938, al expropiar el petróleo, soportó amenazas y presiones externas, pero defendió con firmeza los recursos de la nación.
Esa es la diferencia entre un patriota y un traidor: mientras uno se planta con firmeza para defender a su pueblo, el otro se doblega y ofrece la soberanía nacional como moneda de cambio.
México es un país con memoria. La historia nos enseña que los traidores pueden tener un momento de protagonismo, pero nunca prevalecen. Santa Anna murió en el olvido; Huerta, en el exilio. Mientras tanto, Juárez y Cárdenas siguen vivos en la conciencia nacional como símbolos de dignidad.
Hoy nos corresponde a nosotras y nosotros, como representantes del pueblo, denunciar esas conductas, pero también recordar al pueblo que la patria no se vende, no se negocia, no se entrega. Quienes lo hagan serán juzgados no solo por la ley, sino por la historia.
Porque México, con sus heridas y sus victorias, ha llegado hasta aquí gracias a la valentía de quienes lo defendieron y pese a la traición de quienes quisieron venderlo. Y en esa línea se mantiene firme el compromiso de quienes creemos que la soberanía no se implora, se ejerce.
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