Agua, el nuevo oro azul
El agua es un recurso muy valioso para la vida y el desarrollo humano, tanto para las empresas que explotan mantos acuíferos para elaborar sus productos como para los Gobiernos que buscan reservas del mismo. Pero es finito. Sumado a esto, el calentamiento global y sus efectos lo han apreciado aún más. Por ello, desde hace años, se asoma en el horizonte una posible crisis por este recurso natural. El agua es el nuevo oro azul, y las guerras del futuro podrían librarse por su control.
Según la ONU, más de 2,200 millones de personas no tienen acceso seguro a agua potable, y la demanda global podría aumentar un 30 por ciento para 2050. Ante tal escenario, las tensiones por el control de ríos, lagos y acuíferos están creciendo en casi todos los continentes. El agua, más que un recurso, se convirtió en un factor de poder y seguridad nacional.
En África y Oriente Medio, la escasez hídrica dejó de ser un problema ambiental para transformarse en una amenaza geopolítica. Egipto, Sudán y Etiopía mantienen una disputa abierta por la Gran Presa del Renacimiento Etíope, que controla el flujo del Nilo Azul, del cual dependen más de 150 millones de personas. Para Egipto, cualquier reducción en el caudal del río es una cuestión de supervivencia nacional. Para Etiopía, en cambio, la presa representa independencia energética y desarrollo. El agua, como el petróleo en su tiempo, se volvió un símbolo de soberanía. En China, la construcción de gigantescos proyectos hidroeléctricos sobre los ríos del Tíbet preocupa a los países del sudeste asiático, como Vietnam, Laos y Camboya, que dependen del Mekong para su agricultura y sustento.
Incluso en regiones que alguna vez se creyeron seguras, el agua comienza a escasear. En la Unión Americana, los estados del suroeste —California, Arizona, Nevada— viven una crisis sin precedentes por la reducción del río Colorado, cuyo caudal se ha desplomado por décadas de sobreexplotación y sequías. En América Latina, el Acuífero Guaraní, que abastece a millones de personas en Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina, se convirtió en un punto de interés estratégico y económico.
Como ocurrió con el petróleo, el agua está siendo mercantilizada. Grandes corporaciones compran concesiones y derechos de extracción. Fondos de inversión y empresas agrícolas adquieren tierras con acceso a acuíferos profundos. En algunos países, las empresas privadas controlan la distribución y el precio del agua potable, mientras comunidades enteras enfrentan racionamientos. En 2020, el agua incluso entró a cotizar en el mercado de futuros de Wall Street, un hecho simbólico que confirma su nueva condición de mercancía global.
Esta tendencia plantea un dilema ético y político: ¿debe el agua considerarse un bien económico o un derecho humano? La Asamblea General de la ONU reconoció en 2010 el acceso al agua como un derecho fundamental, pero, en la práctica, millones de personas siguen dependiendo de estructuras privadas o corruptas para conseguirla. Al igual que con el petróleo, la desigualdad en el acceso genera tensiones sociales y políticas que, en contextos de escasez, pueden convertirse en conflictos abiertos.
El Banco Mundial advierte que, si no se gestionan adecuadamente los recursos, el estrés hídrico podría reducir el PIB mundial hasta en un 6 por ciento en las próximas décadas. En Siria, la sequía que precedió a la guerra civil entre 2006 y 2010 desplazó a más de un millón de personas, contribuyendo al colapso social del país. En África subsahariana, millones de agricultores migran cada año en busca de agua, alimentando conflictos tribales y fronterizos.
Este líquido vital, por tanto, no solo es víctima de su explotación y mal racionamiento: es un detonante de inestabilidad. Las migraciones masivas, la pérdida de cosechas y el aumento de los precios alimentarios pueden provocar crisis políticas similares —o peores— a las causadas por el petróleo en el siglo pasado.
Frente a esta realidad, el gran reto del siglo XXI será garantizar la seguridad hídrica global. Ello requiere cooperación entre países, innovación tecnológica y una nueva ética ambiental. La desalinización, la reutilización del agua y la gestión sostenible de cuencas son avances prometedores, pero insuficientes, sin una visión de justicia y equidad.

