
Desde el Norte
Tres historias
Por Rubén Moreira Valdéz
Primera. Si me preguntan por un personaje que no merece que a una calle se le asigne su nombre, respondo sin dudar: Alexander von Humboldt. Un vulgar espía que, amparado bajo el manto de la academia y la investigación, recorrió y documentó el país.
Al salir de la Nueva España, y rumbo a su país, hizo escala en Washington, donde fue recibido por Thomas Jefferson, entonces presidente de la nueva nación. El gringo lo invitó a quedarse con todos los gastos pagados durante tres semanas. Mientras el germano se divertía de lo lindo, el secretario del Tesoro copiaba mapas y demás documentos que contenían santo y seña del “cuerno de la abundancia”.
Años después, los norteamericanos tomaría gran parte del territorio nacional, y los documentos de Humboldt les sirvieron para alentar su codicia y, en muchos casos, para guiar a los ejércitos invasores.
Segunda. El “Napoleón del oeste”, así de ridículo era el apodo de Santa Anna, se adentró en Texas para reprimir el movimiento separatista. En lugar de trasladar a la tropa por barco, se los llevó a golpe de calcetín a dónde llegaron con la lengua de fuera. El estratega nacido en Veracruz, experto en jugar gallos y acosar mujeres, arremetió y derrotó a los revoltosos en San Antonio, Gonzales y Goliad. Todo iba perfecto hasta que lo encontraron durmiendo en calzones en San Jacinto y lo apresaron.
Allí surge la historia de Emily Morgan, la Rosa Amarilla de Texas, una mulata que en una batalla cuerpo a cuerpo dejó extenuado y sin sus calzones a nuestro campeón. La moderna Dalila presumía ser el arma secreta que derrotó a los mexicanos.
Tercera. Cerca de Saltillo, en un lugar llamado la Angostura, se enfrentaron dos ejércitos: el norteamericano conducido por Zacarías Taylor y el mexicano por el inepto Antonio López de Santa Anna. La batalla terminó con una inexplicable retirada de los nuestros.
Hay muchos relatos sobre esos días aciagos. Uno de ellos es el de Samuel E. Chamberlain, soldado, pintor y rufián, que se fue al infierno en 1908. Ese tipo, al cual se le acusa de buen número de atrocidades, es el autor de un churro llamado “My Confession”. En el libro hay un capítulo dedicado a la intervención en la batalla de la “señorita” Carolina Porter.
Relata el rufián que la Porter conocía de tiempo atrás a uno de nuestros generales y que se batió con él de manera formidable entre las sábanas para evitar que entrara en combate. Miñón, se apellidaba el inútil; tenía la misión de rodear al enemigo y atacarlo desde la retaguardia. Sin embargo, en un lugar conocido como la “Aurora”, le tendieron una camita y llegó sin fuerza a la cita.
Pienso en historias presentes que van a leer nuestros tataranietos: la nave espacial veracruzana o el tren sin pasajeros del mesías tropical.