
Hola Paisano
Deportar la inocencia, una política sin alma
Ciudad de México, 28 de abril 2025.- La reciente ola de deportaciones ejecutadas por la agencia de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) ha expuesto, una vez más, la brutalidad de una política migratoria que no distingue entre leyes y compasión, entre ciudadanía y humanidad.
En su ciego afán por “cumplir cuotas”, como lo denuncian defensores legales, ICE ha cruzado líneas éticas, morales y legales que deberían haber sido inviolables en cualquier democracia que se precie de respetar los derechos humanos.
Deportar a madres embarazadas y niños ciudadanos estadounidenses —algunos de ellos enfermos de gravedad— sin un debido proceso, sin asesoría legal, sin respeto siquiera al vínculo esencial de la familia, no es solamente una violación de los principios constitucionales. Es un acto de crueldad institucionalizada. Un niño de cuatro años con cáncer metastásico fue arrancado de su tratamiento médico, y una niña de apenas dos años fue enviada fuera del país en contra de la voluntad de su propio padre. Todo, bajo la bandera de una política que presume eficiencia, pero que, en el fondo, es la representación pura de la indiferencia.
La Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) y el Proyecto Nacional de Inmigración no han dudado en nombrarlo por su nombre: abuso de poder. Y tienen razón. Lo que vimos no son “operativos de control”, son actos de violencia estatal contra los más vulnerables, perpetrados con prisa y a puerta cerrada, en un sistema que ha perdido el sentido de la justicia.
El presidente Trump ha defendido esta política bajo el argumento de que el debido proceso para millones de migrantes no es “práctico”. Pero la democracia no se sostiene en lo práctico, sino en lo justo. Renunciar al debido proceso no solo destruye la vida de las familias inmigrantes, sino que erosiona las bases mismas del Estado de derecho en Estados Unidos.
Que un tribunal federal haya tenido que recordarle al gobierno que la ciudadanía de un niño no puede ser ignorada debería sonarnos como una alarma ensordecedora. No se trata solo de errores administrativos; se trata de una estrategia deliberada para normalizar el atropello de derechos, bajo un discurso de urgencia y miedo.
Estas deportaciones no son incidentes aislados. Son síntomas de una enfermedad mucho más grave: el desmantelamiento sistemático de las garantías más básicas que protegen la dignidad humana. Y cuando un gobierno olvida que incluso sus políticas deben tener rostro humano, toda la sociedad se ve arrastrada hacia una peligrosa pendiente de deshumanización.
Hoy, más que nunca, es urgente alzar la voz. No podemos permitir que la niñez estadounidense —ciudadanos de pleno derecho— sea tratada como daño colateral. No podemos permitir que la justicia se diluya en el ruido de órdenes ejecutivas y cifras de deportación. Porque en cada madre desterrada, en cada niño exiliado, estamos deportando también un pedazo de nuestra propia humanidad.
ABRAZO FUERTE
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