Hola Paisano

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Tributar el sacrificio, lo que oculta el nuevo impuesto migrante


Ciudad de México 2 Junio 2025.- El envío de remesas no es evasión ni lujo. Es supervivencia. Es una forma de presencia desde la distancia, una manera de resistir al desarraigo y de desafiar la frontera con billetes marcados de sacrificio.
En 2024, México recibió más de 64 mil millones de dólares por este concepto. No son dádivas. Son aportaciones constantes de millones de personas que, lejos de recibir apoyo, han sido criminalizadas por cruzar una línea geográfica en busca de dignidad.

Pero, estimado lector, hay algo profundamente injusto en la idea de que enviar dinero a tu madre, a tu hijo, o a la tierra que te vio nacer, deba ser objeto de un impuesto. Como si el amor pudiera medirse en porcentajes fiscales. Como si la solidaridad tuviera que rendir cuentas al Tesoro. Como si la pobreza, una vez más, mereciera castigo.

El Congreso de Estados Unidos discute la propuesta que impondría el impuesto del 3.5% a las remesas. A primera vista, parece una cifra más, una medida técnica en un mar de debates presupuestales. Pero para millones de migrantes mexicanos, es un golpe directo al corazón de su esfuerzo. Porque detrás de cada remesa hay horas bajo el sol, jornadas dobles, trabajos invisibles, y un silencio persistente: el de quien trabaja lejos para que los suyos coman, estudien o simplemente vivan mejor.

El impuesto que hoy se discute tiene nombre y apellido: se llama castigo. Castigo al migrante que no vota, que no alza la voz, que carga con estigmas pero sostiene economías. Castigo al que manda dinero en lugar de discursos. Al que está pero no cuenta. Al que produce pero no protesta.

La propuesta también ignora un hecho fundamental: los migrantes ya pagan impuestos. Pagan cuando rentan, cuando compran comida, cuando trabajan. ¿Por qué gravar también su gesto más humano, que es compartir lo que ganan con los que dejaron atrás? Este es un caso claro de doble tributación, pero también de doble moral.

Y no sólo es un error ético; es una torpeza económica. Al reducir el ingreso disponible de los migrantes, se reduce también su consumo en EE.UU., afectando sectores como la vivienda, el transporte o la alimentación. ¿El resultado? Se empobrece a quien produce y se estrangula la economía local en nombre de una recaudación simbólica y mezquina.

El impacto cruzará fronteras. Si los envíos disminuyen, millones de familias mexicanas verán reducido su sustento. Porque cuando se grava una remesa, no se grava una transacción: se grava una historia de abandono forzado, una red de apoyo, una promesa cumplida desde el exilio.

Este impuesto es, en esencia, una forma de decirle al migrante: “No importa cuánto hagas, siempre será demasiado poco para merecer respeto”. Pero los migrantes merecen más que respeto: merecen gratitud, protección, y políticas públicas a la altura de su contribución.

Gravar las remesas es cobrar por amar. Es legislar desde la desconexión, desde la ignorancia o desde el oportunismo. Y si los legisladores no lo entienden, habrá que recordárselos con la voz de quienes cruzaron la frontera no para delinquir, sino para sostener vidas a ambos lados del muro.

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