Percepción Personal

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Sacudida a Clara Brugada; las nuevas formas del control político


El asesinato de Ximena Josefina Guzmán Cuevas, secretaria particular de la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, y de su asesor de seguridad José Muñoz, es un acto de violencia política de altísimo calibre que revela las fisuras estructurales del Estado en su forma más cruda: una capital que, mientras se vanagloria de su capacidad institucional, ya no puede garantizar la seguridad de su propia clase política.

Los discursos y las frases hechas, no les alcanzan para cuidarse a ellos mismos.

Guzmán, con un perfil técnico, académico y profesional consolidado —formada en la UAM y con posgrados en Francia—, no representa una figura improvisada ni marginal.

Su ejecución directa, en una zona transitada de la alcaldía Benito Juárez, apunta a una operación meticulosa, planeada con antelación y con objetivos simbólicos y operativos. Este crimen no se reduce a un caso aislado ni puede etiquetarse de inmediato como “delincuencia común”: estamos ante un acto que sólo puede interpretarse en clave de mensaje político, ya sea interno, como resultado de pugnas dentro del aparato de poder, o externo, como advertencia de actores criminales que han penetrado a niveles alarmantes las estructuras institucionales.

No se descarta tampoco un móvil relacionado con la reconfiguración de alianzas dentro del círculo de Brugada, quien ha trasladado a muchos cuadros de confianza desde Iztapalapa al Gobierno central, generando resistencias internas y rencores enquistados.

La metodología del ataque —moto, sicarios, zona controlada— es un patrón de ejecución frecuente en el crimen organizado, y su uso en un caso de este nivel sugiere una preocupante convergencia entre crimen y política.

Además, el hecho de que ocurriera en Benito Juárez, bastión panista donde las tensiones entre gobiernos locales y el Gobierno central morenista han sido constantes, abre una línea de hipótesis que no puede descartarse: la instrumentalización del crimen para agudizar la polarización territorial en el contexto preelectoral.

Las reacciones oficiales, marcadas por promesas vacías de “no impunidad” y el despliegue habitual de peritajes y cámaras, vuelven a demostrar la ritualización burocrática ante hechos que, en el fondo, evidencian la erosión de la soberanía del Estado sobre el uso legítimo de la fuerza.

La ciudad, otrora ejemplo de gobernanza progresista, se ha convertido en un campo minado donde la política se cruza con el plomo, y la ciudadanía contempla con estupor cómo los aparatos de seguridad no sólo fallan en su función primordial, sino que en ocasiones se sospecha que están infiltrados o cooptados.

La cúpula morenista deberá rendir cuentas no con declaraciones indignadas, sino con resultados palpables y urgentes.

Este crimen, si no se esclarece con celeridad y contundencia, marcará un antes y un después en la confianza institucional y en la capacidad de gobierno de Clara Brugada, quien enfrenta una tormenta que compromete su autoridad, su círculo más íntimo y el rumbo de la Ciudad de México.

En diciembre de 2022, en el ataque contra el periodista Ciro Gómez fue fallido debido a que su empresa lo protegió discretamente como debieron hacer los encargados de la seguridad de la pareja hoy asesinada, ofreciéndole sin que nadie supiera, una camioneta blindada.

El modus operandi —ataque directo, sicarios en moto— evidenció la presencia de células armadas con capacidad de operar con precisión quirúrgica y con niveles de impunidad que sólo pueden explicarse por la colusión o la ineficiencia estructural de las autoridades de seguridad.

Lo más inquietante es que, a pesar del tiempo transcurrido, el caso Gómez Leyva permanece lleno de opacidades, contradicciones y omisiones deliberadas que no han permitido conocer quién dio la orden y por qué.

Si el crimen de Guzmán y Muñoz sigue el mismo camino —el de las carpetas eternas, las filtraciones interesadas y los “culpables útiles”—, el mensaje que se consolidará será devastador: en la Ciudad de México ya no sólo no hay garantías para la prensa crítica, sino tampoco para los funcionarios públicos del círculo más estrecho del poder.

Este paralelismo entre ambos atentados no es anecdótico, sino sintomático: estamos ante un ecosistema político cada vez más envenenado, donde las balas sustituyen al debate, y donde el silencio —como el que siguió al ataque contra Gómez Leyva— se vuelve cómplice.

La responsabilidad del Gobierno capitalino, y en particular de Clara Brugada, no es sólo dar con los responsables materiales, sino arrancar de raíz las redes de protección, omisión o complicidad que permiten que estas estructuras criminales operen con impunidad.

Si no lo hace, su administración quedará marcada no por sus programas sociales o sus promesas de continuidad, sino por la sombra siniestra de un Estado rebasado, donde los atentados se repiten como advertencias, y el miedo vuelve a imponerse como forma de control político.

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