Percepción Personal

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La explosión

Arde el combustible ilegal, pero lo que verdaderamente está en llamas es la estructura institucional del Estado. El llamado “huachicol fiscal” no es un desliz menor ni una falla puntual del sistema, sino el síntoma más claro de una descomposición profunda que atraviesa las aduanas, las fuerzas de seguridad, los órganos fiscales y los controles gubernamentales.

Bajo la apariencia de legalidad, miles de litros de combustible cruzan la frontera cada día sin pagar impuestos, disfrazados de productos exentos, gracias a una red de complicidades que conecta a mandos operativos con altos cargos administrativos. Este fenómeno, más que un delito económico, representa una captura del Estado por intereses criminales que operan con la tolerancia –cuando no la protección directa– de quienes juraron defender la ley.

Lo más alarmante no es la magnitud del daño económico, aunque los más de 170 mil millones de pesos que se pierden anualmente por esta evasión fiscal son ya una tragedia nacional. Lo verdaderamente grave es que las instituciones responsables de frenar este saqueo se muestran ineficaces, omisas o incluso aliadas del delito.

Cuando quienes encabezan las aduanas, quienes operan la logística militar y quienes deben fiscalizar las operaciones comerciales están siendo señalados por omisión o complicidad, la noción misma de legalidad se desvanece. La estructura aduanera, lejos de ser un muro de contención, se ha convertido en un colador por el que se escapan no solo recursos públicos, sino legitimidad institucional.

En vez de aplicar la ley, se ha instaurado un modelo de simulación: decomisos que se anuncian con estruendo, detenciones espectaculares que no llegan a condenas, reformas cosméticas que no tocan los nudos del poder corrupto. Las empresas vinculadas a este esquema siguen obteniendo contratos públicos y operando en la más absoluta normalidad.

¿Cómo puede hablarse de combate al huachicol cuando los proveedores del Estado están entre los principales beneficiarios del fraude? Esto no es ineficiencia, es permisividad institucional elevada a política pública. La complicidad estructural convierte al Estado en parte del crimen organizado.

La militarización de las aduanas, presentada como solución radical, ha resultado ser otro error monumental. Lejos de limpiar las prácticas corruptas, ha generado un nuevo manto de opacidad donde las denuncias internas son silenciadas, las investigaciones se bloquean y la ciudadanía queda excluida del escrutinio. Cuando los responsables de vigilar se vuelven intocables, se establece un régimen de impunidad con uniforme. La transferencia de funciones civiles a mandos castrenses no solo ha fallado en su propósito, sino que ha fortalecido redes de corrupción que ahora operan con rango institucional y respaldo gubernamental.

Este esquema no podría funcionar sin una profunda erosión del aparato de fiscalización. Las dependencias encargadas de auditar operaciones, controlar el IEPS, revisar documentación y castigar a evasores parecen funcionar a medio gas. Las inspecciones son selectivas, las auditorías eternas, las sanciones se negocian, y los expedientes se pierden.

Se ha creado una zona gris donde los vacíos legales, la inacción burocrática y la corrupción activa se combinan para garantizar que los responsables nunca enfrenten las consecuencias de sus actos. Esta parálisis estructural del aparato fiscal no es casualidad: responde a un diseño institucional que castiga la vigilancia efectiva y premia la complicidad silenciosa.

El impacto social de esta estructura de saqueo es incalculable. Cada peso que se evade en impuestos al combustible es un peso menos para hospitales, escuelas, seguridad pública y programas sociales. Mientras el ciudadano paga impuestos por cada litro que carga, las grandes redes criminales importan toneladas sin tributar, desplazando a los pequeños empresarios y generando un mercado negro donde la ilegalidad es más rentable que la legalidad.

Este escenario alimenta un sentimiento generalizado de injusticia, de que el Estado protege a los poderosos mientras exprime a los ciudadanos comunes. Esa percepción, más peligrosa que cualquier boquete fiscal, mina la cohesión social y la legitimidad gubernamental.

Frente a este panorama, las respuestas deben ser radicales y estructurales. No bastan más operativos, ni más declaraciones de guerra contra el huachicol. Se necesita una purga institucional que toque las cúspides del poder, una auditoría integral de puertos y aduanas, la revisión de todos los contratos públicos otorgados a empresas sospechosas, y la aplicación estricta de sanciones administrativas, penales y fiscales.

Es imprescindible recuperar la autonomía de los órganos de fiscalización y dotarlos de capacidades reales, no solo simbólicas, para enfrentar a estas redes. La ciudadanía debe ser parte de este proceso, con mecanismos de denuncia protegidos y una transparencia radical que permita identificar a los verdaderos responsables.

El huachicol fiscal no es un problema técnico, es una tragedia política. Es el síntoma de un Estado que ha renunciado a ejercer su soberanía sobre los circuitos económicos más sensibles, cediendo el control a mafias institucionalizadas. Si no se enfrenta con decisión, lo que está en juego no es solo el IEPS o la legalidad del combustible, sino la viabilidad misma del Estado como garante del bien común. Arde el combustible ilegal, pero lo que verdaderamente se consume en estas llamas es la legitimidad del poder.

Y si el Estado no recupera el control de su frontera fiscal, pronto no le quedará más que administrar su propia ruina. La otra explosión, la del Puente de la Concordia, sacude a los mexicanos a la par del estallido del huachicol fiscal. Pero, con todo, no hace tanto daño.

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