Percepción Personal

Percepción Personal

Gobernar con diccionario
Por Pedro Díaz G.

La perversión del lenguaje en el discurso político contemporáneo ha alcanzado niveles grotescos, convirtiéndose en una forma de violencia simbólica que trivializa la tragedia y ridiculiza la inteligencia colectiva. No se trata simplemente de una estrategia comunicacional equivocada, sino de una arquitectura deliberada de engaño institucional: una sintaxis oficial que busca anestesiar a la ciudadanía mediante la sustitución sistemática de la realidad por ficciones semánticas.

Así, las inundaciones, resultado directo de la incompetencia gubernamental en infraestructura hidráulica y planificación urbana, son rebautizadas como “espejos de agua”, una expresión poética que oculta el hedor de las aguas negras y la desesperación de quienes pierden sus hogares bajo el lodo. Los socavones, síntoma alarmante de la corrupción en obras públicas y del desprecio por los estándares técnicos, se trivializan con el término “grietas geológicas”, como si la tierra se abriera espontáneamente y no por la ineptitud criminal de quienes deberían garantizar la seguridad del territorio.

Esta práctica del eufemismo no es neutra ni inocente: constituye una forma de inmunización política que pretende blindar al poder frente a la crítica, desplazando la atención del colapso estructural hacia una discusión superficial sobre palabras. La tragedia se transforma en alegoría, el desastre en paisaje y el Estado en narrador omnisciente que decreta lo que debe sentirse ante lo que ocurre.

Bajo este régimen discursivo, la miseria se denomina “austeridad”, el retroceso institucional se proclama como “transformación” y la represión se camufla como “movilización cívica”. El lenguaje ya no nombra la realidad: la sustituye. El resultado es un país sumido en una esquizofrenia oficialista donde los hechos son irrelevantes si el relato los reconfigura.

Esta inversión perversa entre palabra y cosa no solo imposibilita el debate racional, sino que condena a la ciudadanía a vivir en un teatro de sombras, donde la gestión pública se mide por la eficacia del eufemismo y no por el impacto de las políticas. Cuando el agua putrefacta es “espejo” y el abismo urbano es “grieta natural”, lo que está en juego no es una elección lexical, sino la legitimidad del poder para nombrar y, por tanto, dominar.

El análisis político debe desactivar esta maquinaria lingüística con severidad: devolverle a las palabras su carga ética, a los conceptos su dimensión crítica y a los ciudadanos la capacidad de nombrar el mundo sin los filtros de la propaganda.

Porque cuando el Estado administra los desastres con metáforas, lo que realmente pretende es enterrar su responsabilidad bajo la retórica, esperando que el pueblo contemple el desastre como si fuera un paisaje. Y lo que hoy vive México es indigno para plasmarse en un óleo.

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