Un punto de vista personal

Un punto de vista personal


La Corte de los becarios

Nos encontramos ante un panorama judicial insólito: ministros que desembarcan en tribunales sin haber pisado ninguno antes; un cuerpo colegiado transformado por la lógica de la beca y no del oficio. No se trata de señalar individuos, sino de advertir sobre una tendencia que erosiona la experiencia institucional y reconfigura, por la vía de la ignorancia o la ingenuidad, la forma en que se imparte justicia. En lugar de juristas curtidos en las pugnas legales, observamos rostros inexpertos, aptos acaso para la pasantía académica, pero no para la carga decisoria de sentencias. Se dictan resoluciones de gran calado sin que medie un recorrido absorbido por la complejidad y la tradición de litigio, lo que debilita no solo la técnica jurídica, sino la legitimidad misma del tribunal supremo.

Por ejemplo, se entra al recinto supremo con entusiasmo de recién llegado, pero sin haber defendido ante un juez, sin haber narrado un alegato o construido una estrategia procesal; se ejerce el derecho apenas leído, no vivido. El resultado: fallos que trasladan al papel más que al mundo real –ideas brillantes en el discurso, pero precarias en su aplicación efectiva–, dictaminando matices constitucionales sin haber probado la férrea praxis del litigio. Lo que parece innovación, en rigor, es un debilitamiento de la profundidad: el conocimiento se reduce a fórmulas y precedentes sin el pulido del ejercicio profesional, la consulta crítica de expedientes o la tensión del caso a caso.

Este fenómeno invita a preguntarnos: ¿cuál es el sentido de detentar la máxima investidura judicial si no se han transitado las sendas del combate legal? Una Corte poblada por becarios crea un desequilibrio institucional donde la autoridad se funda no en aprendizaje adquirido, sino en nombramientos acelerados, con consecuencias imprevisibles para la cohesión del sistema de pesos y contrapesos. Así, un órgano que debería ser bastión de la certeza y la experiencia se torna frágil, permeable a errores técnicos, decisiones desconectadas del tejido nacional y, peor aún, proclive a interpretaciones que ostentan palabrería, pero carecen de la resistencia intelectual que brinda la trayectoria en tribunales reales.

En este escenario, la solución exige reposición de una cultura judicial basada en la práctica: es imperioso exigir criterios de selección que privilegien experiencia acreditada, confrontación corporal con expedientes y procesos, no solamente con teorías. La Corte debe reencontrarse con su gravitas institucional: un tribunal supremo no es un aula de ideas ni una cantera de becarios bienintencionados, sino un cuerpo colegiado que obliga a quienes lo integran a haber recorrido la arena de los pleitos, haber sido embestido por las contradicciones de la vida jurídica y haber emergido con sapiencia cimentada. Solo así recuperaremos la legitimidad perdida y destruiremos esta “Corte de los Becarios” que amenaza con sesgar la justicia por la inexperiencia antes que con la interpretación reflexiva del derecho.

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