La violencia que entra por los ojos

La violencia no siempre llega con un golpe. A veces entra por la pantalla, se disfraza de comentario “de opinión”, se maquilla de análisis político o se cuela en el chiste fácil que repite estereotipos.

Es una violencia que no ocasiona moretones, pero sí deja marcas: la violencia simbólica, política y mediática que las y los adultos reproducimos sin darnos cuenta y que termina educando, moldeando y, en muchos casos, deformando la mirada que las infancias y juventudes tienen de su propio entorno y sociedad.

Las y los menores y jóvenes crecen oyendo a las personas adultas atacar, ridiculizar, discriminar, clasificar: “los de allá son flojos”, “esa gente no sabe pensar”, “los pobres así son”, “los migrantes vienen a quitarnos algo”. Así, sin golpes ni insultos directos, se va sembrando en ellas y ellos un imaginario de jerarquías y desprecios que aprenden como si fueran verdad. Las nuevas generaciones no nacen polarizadas: las polarizamos nosotros.

La política, cada vez más convertida en espectáculo, contribuye a esta pedagogía de la hostilidad. Los discursos que buscan dividir para sumar votos, los influencers que monetizan insultos, los opinadores que gritan más fuerte que lo que piensan: todo ello forma un paisaje emocional donde la agresión se vuelve normal. En ese ambiente, pedirle a un adolescente que sea tolerante y dialogante es como pedirle que respire oxígeno en un cuarto lleno de humo.

Algunas y algunos comunicadores también juegan su papel. Cuando convierten la pobreza en caricatura o las redes celebran la violencia con clips editados para viralizar, algunos perfiles falsos u orgánicos se dedican a replicar contenido de odio y división. La sociedad adulta envía los mensajes de que hay vidas que importan menos, cuerpos que son chiste, sufrimientos que sirven de entretenimiento. Se aprende a lucrar política y monetariamente con ellos. ¿Cómo pedimos empatía a quienes crecieron viendo la humillación como un formato exitoso?

Sumemos a esto la violencia simbólica cotidiana: la publicidad que glorifica el cuerpo perfecto mientras ridiculiza al diferente; los noticiarios que hablan de “enemigos”, “bandos”, “ellos” y “nosotros”; los memes que repiten racismo, clasismo o misoginia disfrazados de humor. A fuerza de repetición, estas ideas se vuelven paisaje y el paisaje se vuelve educación.

Con esto no se niegan situaciones que hay que atender ni problemáticas reales que padece el país y por las que todos los días un servidor y muchos compañeros y compañeras de nuestro movimiento, como la presidenta Claudia Sheinbaum, trabajamos con la única convicción de mejorar las condiciones de vida de las mexicanas y los mexicanos y de que a nuestra nación le vaya mejor.

Las personas adultas solemos pensar que la violencia juvenil surge de la nada. Preferimos explicarla con frases como “se perdió el respeto” o “la juventud está descompuesta”.

Pero rara vez nos preguntamos qué tanto de esa descomposición comenzó en los mensajes que ellas y ellos recibieron desde jóvenes; en los gritos contra quien piensa distinto; en nuestras burlas desde la comodidad o el privilegio; en el comunicador que despotrica contra políticos o adversarios por orden de un superior que vela solo por sus intereses. No medimos el alcance de marcar a toda una generación con estos discursos y la violencia simbólica que ejercemos todos los días.

Esa violencia simbólica no tiene sonido de sirena, pero prepara el terreno para todas las otras violencias. Crea jóvenes que creen que insultar es opinar, que descalificar es debatir, qué humillar es gracioso y que odiar es participar en lo público.

Si queremos cambiar la violencia que vemos en las calles, quizá haya que empezar por cambiar la violencia que sale de nuestras bocas y nuestras pantallas. Porque antes de que una joven o un joven alce la voz para agredir, alguien —una persona adulta, una institución, un político, una pantalla— ya le enseñó que esa era la forma correcta de hablar del mundo. Y de las y los otros.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

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